Hace cuatro años que no tengo una relación formal. Cuatro años desde que X y yo nos despedimos con más resentimiento que amor. Desde entonces, hice un juramento silencioso: no volver a comprometerme con nadie. No es que haya dejado de ver mujeres, al contrario, las he conocido en todas sus versiones: apasionadas, aburridas, aventureras, calculadoras, intensas, indiferentes. Pero ninguna ha durado más de lo que dura una botella de vino entre dos adultos con ganas de olvidar que mañana es lunes.
Al principio me costó adaptarme a mi nuevo rol de hombre libre y sin ataduras. Me habían enseñado desde pequeño que el amor era el objetivo final, la meta inevitable. Pero después de haberme roto la cara contra la realidad varias veces, aprendí que el amor es más bien una apuesta de alto riesgo donde la casa casi siempre gana.
Y yo ya he perdido suficiente.
Hoy, mi vida es un equilibrio entre la satisfacción inmediata y la ausencia de complicaciones. Me gusta la compañía femenina, me gusta compartir momentos intensos, me gusta el sexo sin más propósito que el placer mutuo. Pero lo que no me gusta es la idea de volver a entregar mi corazón como si fuera un cheque en blanco.
He perfeccionado el arte de desaparecer en el momento justo.
Me he convertido en un experto en detectar las señales de peligro. Si una mujer empieza a mencionar el futuro, si su mirada se vuelve demasiado expectante, si las preguntas se tornan personales, doy un paso atrás con la destreza de un escapista profesional. Hago como si me tragara la tierra, suelto una excusa creíble y me marcho, me invento un viaje repentino, cualquier cosa que le permita cortar lazos sin generar drama. No soy cruel, simplemente práctico. Prefiero un adiós a tiempo que una despedida llena de reclamos y reproches.
Mis amigos me dicen que soy un cobarde, que le tengo miedo al amor. Pero no es miedo, es inteligencia emocional. No se trata de huir, se trata de saber cuándo no vale la pena quedarse. El amor es un contrato con cláusulas de decepción que nadie lee hasta que es demasiado tarde.
Y yo ya he leído la letra pequeña demasiadas veces.
No es que me sienta solo. O al menos, no más de lo que se siente cualquier persona después de los cuarenta. Disfruto mi espacio, mi tiempo, mis silencios. Me gusta poder tomar decisiones sin consultar a nadie, sin tener que negociar a qué restaurante ir o qué película ver. Me gusta la libertad que me da esta vida sin compromisos. Me gusta no tener que fingir que creo en promesas que sé que casi nunca se cumplen.
La gente me dice que el amor volverá, que no puedo huir de él para siempre. Me hablan de almas gemelas, de conexiones profundas, de ese alguien especial que llegará cuando menos lo espere. Y yo solo sonrío y asiento, porque es más fácil que explicarles que no estoy esperando a nadie.
La verdad es que prefiero vivir con emociones temporales que arriesgarme a un dolor permanente. La idea de volver a sentirme vulnerable, de volver a necesitar a alguien, me parece más aterradora que cualquier otra cosa.
Pero ahora, creo que estoy en problemas.
No fue un flechazo inmediato. No hubo música de fondo ni efectos especiales. Solo una conversación a la orilla del mar, una copa de vino y una de esas sonrisas que parecen esconder secretos. Me atrajo su forma de hablar, su ironía afilada, su desprecio absoluto por lo convencional. Era diferente, pero no de esa forma en la que muchas intentan serlo. Lo era de verdad, sin esfuerzo, sin poses.
Nos vimos una vez.
Luego, otra vez.
Después, una vez más.
Y sin darme cuenta, estaba haciendo algo que no hacía en años: buscándola sin razón aparente. No solo por el placer inmediato, sino por la conversación, por la forma en la que me hacía reír, por la manera en la que cada encuentro se sentía menos como una casualidad y más como una costumbre.
Lo peor de todo es que no puedo etiquetarla. Con otras mujeres, tenía estrategias claras. Con Clarisa, todo es impredecible. No sé si me busca por placer o por algo más. No sé si piensa en mí cuando no estamos juntos, pero lo que realmente me inquieta es que yo sí pienso en ella.
Intenté aplicar mis reglas de siempre: mantener la distancia emocional, evitar conversaciones demasiado personales, no verla demasiado seguido. Pero nada funcionó. Con ella, todo es diferente. No hay tiempos muertos, no hay silencios incómodos, no hay ganas de salir corriendo. Es la primera vez en años que quiero quedarme.
Pero lo peor es la lucha interna que llevo dentro. Mi cabeza me grita que me largue, que no cometa otra vez el error de enamorarme, que me limite a disfrutar mientras dure y luego desaparezca como siempre. Pero hay algo en mi pecho que me dice lo contrario. Algo que no sentía hace años.
El otro día, sin pensarlo, la busqué primero. No porque me lo pidiera, no porque hubiera una excusa lógica. La busqué porque la quería ver. Porque la extrañé. Y eso, para alguien como yo, es una verdadera catástrofe.
Traté de racionalizarlo. Tal vez es el invierno, tal vez es la nostalgia, tal vez es solo una fase. Pero, me conozco bien y no creo que lo sea. Creo que estoy en problemas porque esta vez es diferente. Lo supe la otra noche, cuando ella se quedó dormida a mi lado y en vez de sentir la urgencia de irme, sentí la urgencia de quedarme.
Sentí paz.
Y eso me aterra más que cualquier otra cosa.
Después de cuatro años huyendo del amor, parece que el amor me ha encontrado a mí. Y esta vez, no estoy seguro de querer correr.
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