Dicen que soy un sugar daddy. Y lo curioso es que lo dicen con una mezcla de burla y admiración, como si me hubiesen ascendido, como si ahora tuviese una jerarquía que no pedí. Yo no me siento un sugar daddy. Me siento un hombre de cuarenta y dos que a veces se ríe de su reflejo en el espejo, que paga las cenas sin mirar mucho el precio y que, de vez en cuando, se deja querer por alguien que no estuvo en el mundo cuando aún se mandaban mensajes de texto con saldo.
La diferencia de edad no me asusta. Me asusta más la diferencia de ritmo. Ella va por la vida a la misma velocidad a la que yo iba cuando tenía su edad. Yo ahora necesito pausas. Ella graba historias; yo escribo. Ella planea un viaje en cinco minutos; yo necesito una lista, un mapa y una excusa.
No hay conflicto en eso, salvo cuando intentamos coincidir en la misma canción.
La conocí por casualidad, porque casi todo lo importante llega así, como quien no busca pero encuentra. Y no, no fue una aplicación. Fue un café. Yo trabajaba, ella leía algo en su portátil, y en algún punto nuestras miradas se cruzaron. Miradas cómplices. Miradas de dos desconocidos que entienden que no hay nada más erótico que la distracción compartida.
No me pidió nada. No lo necesitó. Me habló como si me conociera de antes, con esa frescura brutal que tienen los que todavía no tienen miedo de quedar en ridículo. Esa tarde hablamos de todo: del clima, de los perros callejeros, de por qué la gente se toma tan en serio. Me contó que estudiaba marketing. Yo le dije que también vivía de inventar historias. Y sin planearlo, ese café se convirtió en una costumbre. Nos veíamos dos veces por semana, a veces tres, a veces ninguna, pero siempre volvía. Un mes después, algún amigo empezó a opinar, quizá por envidia.
—Ten cuidado. Vas directo a convertirte en su sugar daddy.
Y lo decía con tono de chiste, pero dejaba un silencio detrás. Ese silencio que te hace dudar si realmente estás viviendo o si te estás alquilando una ilusión. La verdad es que nunca hubo dinero de por medio. Yo pagaba las cenas, sí, pero también ella traía café cuando me veía escribir, y una vez me dejó un post-it en el teclado que decía: «Hoy no pienses tanto, solo respira».
Eso no lo hace una interesada.
Eso lo hace alguien que, al menos por un rato, te ve. Y eso, a cierta edad, vale más que cualquier transferencia bancaria. Claro que había cosas que me recordaban la distancia. Cuando hablaba de sus planes, sentía que el futuro le quedaba más cerca que a mí. Yo ya pasé por ese entusiasmo de los comienzos. Ella estaba estrenando la sensación de que todo era posible. Me gustaba verla ilusionada, aunque a veces me daba miedo contagiarla de mis cautelas.
—Me gusta que seas mayor. Me das paz —me dijo un día.
Y no supe si sentirme halagado o jubilado.
—La paz suele ser el nombre que le damos al aburrimiento —le respondí con una media sonrisa.
Ella se rió, y me besó.
Y por un momento, la diferencia desapareció.
Las cosas se fueron dando con naturalidad. Sin etiquetas, sin planes, sin nombres. Había fines de semana juntos, mensajes, abrazos, silencios. Y también esa sensación ambigua de saber que, aunque estábamos bien, el equilibrio era tan frágil que bastaba una mirada para romperlo. En algún punto, noté que hablaba menos. Que estaba más en su teléfono, más conectada al mundo que a mí. No lo tomé como un drama, sino como parte del contrato no escrito entre dos personas que pertenecen a generaciones distintas: ellos viven mirando al futuro, nosotros vivimos mirando hacia atrás.
Hace algunas noches, mientras ella dormía, me quedé mirándola. Pensé en cómo había llegado ahí, en qué buscaba exactamente, en por qué me hacía bien algo que sabía que no duraría. Y entendí que no era ella lo que me fascinaba. Era lo que representaba. La posibilidad de sentir que la vida aún no se me había escapado del todo. No era una cuestión de ego, aunque el ego tenga su parte. Era más bien una reconciliación con mi propio tiempo.
A esa edad en la que ya no compites, pero todavía te gusta que te miren. A esa edad en la que no estás viejo, pero tampoco joven. A esa edad en la que el amor ya no promete futuro, sino presencia.
—Me están diciendo que estoy con un sugar daddy —me dijo hace unos días.
—¿Y tú qué dices? —pregunté.
—Que no lo eres. Pero a veces me tratas como si lo fueras.
—¿Y eso cómo es?
—Como si tuvieras miedo de que me aburra.
No supe qué responder.
Porque tenía razón.
En algún momento empecé a calcular cuánto valía mi compañía.
No en dinero, sino en esfuerzo: el tiempo, la atención, la energía que uno invierte cuando sabe que el otro todavía puede elegir fácilmente irse. Es el impuesto emocional de quienes amamos con conciencia del calendario. Y sí, puede que lo nuestro tenga fecha de vencimiento, pero no por la edad. Sino porque ella todavía está descubriendo el mundo, y yo ya he aprendido que el mundo no se deja descubrir del todo. Cuando se vaya, no habrá ruptura ni drama. Quizá solo una frase breve, porque la enseñaré a decir adiós sin tristeza.
Ese día, quizá, me diga que le he hecho bien, pero que necesitará equivocarse con alguien de su edad. Y lo voy a entender. Y por raro que suene, me alegraré por ella. Porque a veces amar también es tener la madurez de no obstaculizar la juventud del otro.
Por eso, cuando me dicen que soy un sugar daddy, sonrío. Porque no lo entienden. No es cuestión de dinero ni de estatus, sino de tiempo: ella tiene de sobra, yo lo tengo contado.
Y, por este instante, lo estamos compartiendo.
Pueden seguir diciendo que soy un sugar daddy. Pero lo que en realidad soy es un hombre que quiere sentirse parte de la promesa de alguien más. Y eso, a cierta edad, es lo más parecido al amor que uno puede permitirse.
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