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Un vuelo contra el aburrimiento

No recuerdo exactamente en qué momento de aquella tarde empezó a fastidiarme la vida. Supongo que fue uno de esos días en los que nada está mal, pero todo está… demasiado normal. Y a mí la normalidad me da alergia. No sé si soy intolerante a la rutina o si sencillamente a veces necesito confirmar que sigo vivo haciéndole pequeñas estupideces logísticas al universo.

Así que allí estaba yo, un 15 de octubre, mirando el reloj, mirando el techo, mirando la nevera —que no tenía absolutamente nada nuevo que ofrecerme— y concluyendo que estaba aburrido. Un aburrimiento adulto, de esos que no se curan con Netflix ni con limpiar la casa. Era un aburrimiento existencial, tropical, digno de un sudamericano exiliado emocionalmente entre islas bonitas y pensamientos intensos. A las 19:42 tomé una decisión que solo se entiende si uno está lo suficientemente cansado de sí mismo.

—Me voy a Madrid —dije en voz alta.

Y ya está. Ni más análisis. Ni plan. Ni maleta. Ni razón. La lógica no estuvo involucrada en este proceso. Compré un vuelo que salía a las 21:15 desde Tenerife Norte. Un vuelo normal, un vuelo de esos que la gente coge porque tiene reuniones, bodas, trámites, problemas o ilusiones… y yo lo tomé porque estaba aburrido. Si existe una definición más precisa de «decisiones cuestionables de adulto funcional», debe estar en alguna enciclopedia que aún no he leído.

Llegué al aeropuerto con esa sensación de hacer algo prohibido pero permitido al mismo tiempo, como comer chocolate a escondidas o escribirle a alguien a quien no deberías a las doce de la noche. El aeropuerto a esa hora tenía un ambiente extraño: gente corriendo, gente bostezando, gente resignada. Yo era la única persona claramente entusiasmada por estar allí sin ningún motivo.

Me subí al avión y miré por la ventanilla como si esperara que la iluminación divina justificara mis decisiones. No llegó. Pero el despegue me calmó. Siempre me calma. Hay algo en arrancarle a la tierra sus excusas que me da paz. Cuando aterrizamos en Madrid sobre la 1:00 de la mañana del 16 de octubre, ya tenía esa sensación de haber hecho algo absurdo y, por lo tanto, completamente necesario. Barajas de madrugada es un universo paralelo. No importa cuántas veces lo visites: siempre parece el lobby de una película rara en la que todos los personajes están esperando algo que nunca llega.

Yo, por supuesto, tenía hambre. Hambre innecesaria, pero hambre al fin. Así que caminé hasta un sitio que seguía abierto, donde por 17 euros me vendieron lo que seguramente era un sándwich de tres días vestido de gourmet. Me lo comí igual. A las 1:33 de la mañana nadie está en posición de exigir excelencia culinaria. Luego vino la parte más filosófica de la noche: caminar sin rumbo por el aeropuerto. El aeropuerto vacío es un poema distópico. Uno puede escuchar sus propios pensamientos rebotando contra las paredes, como si el eco quisiera opinar también.

Vi gente durmiendo en posiciones que desafían la anatomía humana. Vi parejas discutiendo en susurros, como si el universo entero fuese cómplice. Vi un señor que claramente llevaba más horas despierto de las recomendables para cualquier organismo vivo. Vi a un niño despierto a la 1:50 am, cosa que debería ser ilegal en cualquier país civilizado. Y vi mi propio reflejo en los ventanales, caminando como si estuviera en una misión secreta que nadie me había asignado.

Me pregunté qué demonios hacía yo allí. Y luego me respondí, con esa sinceridad ridícula que me surge solo de madrugada.


—Haciendo lo que me da la gana, como siempre.

Es curioso cómo a veces necesitamos irnos lejos para encontrarnos cerca. Ese pensamiento lo tuve justo cuando vi las señalizaciones para conexiones internacionales. Por un segundo —solo un segundo— pensé: «¿y si cojo un vuelo a otro continente?». Pero no, tampoco estoy tan roto por dentro. O sí, pero no tanto como para explicarle a nadie por qué aparecí de repente en Ámsterdam o en Lisboa sin ropa de abrigo y con cara de perdido.

A eso de las tres de la mañana me dio sueño, o algo parecido al sueño, porque no estaba cansado: estaba en ese limbo donde el cuerpo dice «duerme» y la mente dice «pero estamos en Madrid, idiota». Me senté en un asiento frío, abrí el móvil y leí cosas que no me interesaban, porque a esa hora uno no tiene neuronas suficientes para procesar nada profundo.

Caminé un rato más. Observé otros viajeros como si fueran personajes de una novela que yo no había escrito. De hecho, me dieron ganas de escribir algo ahí mismo, pero no había historia, solo un hombre que había decidido viajar para huir del aburrimiento y había llegado a la conclusión de que, a veces, el aburrimiento también viaja contigo. A las 4:57 la vida empezó a moverse otra vez. La gente comenzó a hacer fila para vuelos tempranos. Y yo, obediente a mi propio caos, me encaminé hacia la puerta del vuelo de regreso a Tenerife, que saldría a las 6:20 am.

Un vuelo de ida y vuelta en menos de ocho horas. Una visita express a una ciudad que ni siquiera llegué a pisar fuera del aeropuerto. Un capricho. Un disparate. Una declaración de intenciones. Porque sí, yo podría decir que lo hice para despejarme, para pensar, para romper la rutina… pero no sería cierto. Lo hice porque estaba aburrido. Y porque a veces la vida necesita un sacudón. A veces uno necesita recordarse que no está atrapado en ninguna parte, que la movilidad sigue siendo un derecho emocional, que la espontaneidad no murió con la adultez.

Mientras el avión despegaba, ya amaneciendo, pensé en lo hermoso y estúpido que había sido todo. La isla esperándome como si nada. Tenerife siempre tiene esa cara de «¿y ahora qué hiciste?». Yo le respondía mentalmente: «nada malo, solo un viajecito terapéutico». Cuando aterrizamos y sentí el aire húmedo de la mañana, me reí solo. Había viajado para huir del aburrimiento y terminé regresando con una anécdota que solo tiene sentido porque la cuento yo. Porque al final la vida no es la suma de grandes momentos, sino de pequeñas locuras cometidas cuando nadie está mirando.

Y esta fue una de ellas: una madrugada en Madrid sin Madrid, una noche sin noche, un viaje que no fue viaje, un capricho que se convirtió en relato. Y aunque no lo parezca, a veces estas cosas me salvan. Porque en ese movimiento inútil, en ese ir y venir sin propósito, me encuentro a mí mismo. Un hombre que sigue siendo capaz de hacer tonterías para sentir que todo sigue bajo control. Que sigue buscando historias incluso cuando no las hay. Que prefiere un aeropuerto vacío a una noche de silencio. Que necesita perderse para recordar que siempre puede volver.

No cambié mi vida con este viaje.

No resolví nada.

No aprendí nada profundo.

Pero me distraje.

Y en estos tiempos, distraerse también es una forma de resistencia.

Foto: Freepik

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