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Ser guaro no es cualquier vaina

Hace unos años, cuando vivía en Barquisimeto, los domingos a las cuatro eran sagrados. Pero no sagrados tipo misa, no. Sagrados como las caraoticas con espaguetis en casa de mi abuela Maita, como guarapo ‘e caña en Aregue, como meterse en el río Guayamure con el bulto lleno de curdas. Porque a esa hora se jugaba dominó serio, allá, debajo de la mata ‘e mango que daba sombra como pa’ no pararse de ahí más nunca.

Ahí nos reuníamos los mismos guaros de siempre.

El primero era el Gordo Tadeo, un tipo con barriga de tambora de tamunangue, dueño de una tienda de repuestos allá por la 20, pero que cada vez que hablaba decía que era empresario del ramo automotriz. Guaro clásico: gritón, mal hablado, chismoso, con ese bigotico tipo comisario de la PTJ. Un bicho que te echaba el cuento completico, con prólogo, desarrollo, clímax y epílogo, aunque solo fuera para explicar por qué se le había apagado la camioneta en plena avenida Vargas.

Después venía José Ramón, exprofesor de la UCLA, divorciado dos veces —una por pelabola, la otra por bochinchero—, que siempre llegaba con su cava blanca, esa que parecía haber sido traída de Maturín en Expresos Occidente. Metía seis regionales y juraba que eran polarcitas. Se ponía un tabaco en la oreja, pero nunca lo prendía. Era puro adorno, como su cartera, porque siempre andaba más limpio que el talón de la bandera. Cuando hablaba, lo hacía como si estuviera dando clase todavía, con esa voz de profesor que cree que la vida es un pizarrón lleno de fórmulas, de esas que a nadie les interesa.

El otro fijo era el Negro Pancho, guaro fino, con boquita de oro pa’ caerte a coba. Nadie sabía bien en qué trabajaba, pero él decía que se la pasaba matando tigres, vendiendo desde bultos hasta cremas pa’ las hemorroides. Un día te decía que tenía un terreno en Quíbor, y al día siguiente que estaba vendiendo queso ‘e cabra traído de Barbacoas. Pero el tipo era pana, ponía la mesa, te brindaba las empanadas, te contaba chistes malos y también te metía algunos cuentos de camino, generalmente más paja que cuentos.

Y yo… bueno, yo no jugaba dominó. Me sentaba a un lado, cerveza en mano, viendo la función. Era como estar en un teatro improvisado, con risas, insultos y jugadas maestras que yo jamás habría sabido reconocer. Pero allí estaba, fijo, porque lo que uno no se perdía nunca era la birra bien fría y el chalequeo.

Entonces, un domingo de aquellos, armamos la partida. Sacamos las sillas playeras con el forro medio pelao, acomodamos la mesa coja con una chapita, y empezamos el ritual: abrir la cava, chalequear a la gente del barrio, hablar paja del gobierno, y cagarnos de la risa de la vieja del 7B que tenía más bien una chatarra del 68 en el estacionamiento.

—Marico, hoy no llueve —dijo Tadeo mirando al cielo con cara de bruja de Duaca.

—Lo que va a llover son coñazos, si estos carajos no llegan rápido —respondió José Ramón, tumbando el puño sobre la mesa como si fuera a firmar una sentencia.

Pancho llegó tarde, como siempre, con una empanada de pabellón que echaba más aceite que camión de la Polar accidentado en La Ribereña.

—¿Y esa dieta? Sie cará —le lanzó Tadeo.

—Es domingo, guaro. Hoy el colesterol está de feria —respondió Pancho, aún masticando como chivo ‘e Pavia.

Repartieron las fichas.

Tadeo y José Ramón se hicieron pareja. Pancho jugó con Ramón Alfredo, un carajo que nadie conocía. Vecino de la zona. El tipo tenía esa cara de jubilado amargado que uno ve haciendo cola en el banco desde las seis de la mañana. Callao, con una gorra vieja de los Cardenales de Lara y ese aura de que no vino a reírse con nadie.

—Este juega callao, pero juega con bolas —advirtió Pancho.

Yo, la verdad, lo miraba con curiosidad. Ese silencio suyo era más incómodo que escuchar vallenato a las seis de la mañana en el ruta 5. No soltaba ni una sonrisa, ni un insulto, ni un «pasa la ficha». Solo respiraba fuerte, como si cada jugada le costara una vida.

La cosa arrancó sabrosita.

Fichas cayendo duro, con ese tiquitiqui sabroso que te recuerda a la casa de abuela, toda oliendo a mastranto.

—Pasa pa’ ver, pues.

—¡Ese estaba cantao!

—¡Ya vas a ver lo que es sufrir con dignidá!

Las birras bajaban como la cuesta de Santa Rosa, y las fichas se pegaban más que jevita con novio tóxico. Hasta que llegó la tranca del siglo. Pancho tumbó su última ficha con estilo, con empanada en mano y cara de «ya gané, ríanse o lloren».

—¡Tranca, papá! —cantó.

Tadeo empezó a sumar los puntos con una ceja levantá, y miró a José Ramón con esa cara de «¿tú te estás haciendo el huevón?».

—¿Tenías el doble blanco guardao, no?

—No joda, Tadeo. ¿Qué vas a salir con esa vaina? ¿Ahora trancar es trampa?

—¡Uno no tranca con doble blanco cuando sabe que su pana se queda guindao con treinta puntos, mi hermano!

¡Eso es ser mal parío, no jugador!

José Ramón soltó una risa seca, de esas que suenan a la arrechera de un carajo que va pa’l baño sin papel tualé.

—¿Tú crees que esto es la Alcaldía? Esto es dominó, mano. Si quieres reconteo, llama a Tibisay y que te traiga el acta.

—¡Lo que quiero es que me devuelvan la cava que te llevaste hace dos semanas, avispao! —saltó Tadeo.

Pancho se quedó viendo la empanada con resignación, como si allí estuviera la paz mundial. Ramón Alfredo, por su parte, no decía ni pío. Solo los miraba como si estuviera viendo una pelea ‘e gallos en el mercado San Juan. Se quitó la gorra, se rascó la frente, y masculló bajito.

—Esto es peor que la cola de Mercal en el 2009.

Y se fue sin decir ni buenas tardes.

La vaina se prendió.

—¡Tú siempre has sido así, nojoda! Desde que jugábamos truco en casa de tu tía en La Salle.

¡Siempre en lo tuyo, jamás en pareja!

—Y tú siempre has sido un quejón con complejo de víctima, Gordo.

—¡Por eso te dejó tu mujer, huevón! ¡Por fastidioso!

Silencio.

Hasta el mango parecía inclinarse pa’ ver qué pasaba.

Un vacío más fuerte que la cola pa’ la gasolina en El Obelisco un viernes de quincena. Hasta las chicharras callaron. El mango parecía aguantar la respiración. José Ramón se paró de un solo golpe. Tadeo también. Pancho se movió pa’ levantarse, pero miró su empanada y dijo «bueno, ya qué, pendeja verga». Se volvió a sentar. Se desarmó la partida. La mesa quedó volteada. Las sillas bocabajo. Y las fichas como restos de una batalla perdida. Primer domingo sin dominó desde que Chávez hacía cadena hasta para inaugurar una mata de plátano en Miraflores.

Pero el domingo siguiente, a las cuatro en punto, como si nada, nos volvimos a juntar. Tadeo llegó con dos empanadas de carne y un juguito de guayaba que preparaba Clemencia, la señora de la esquina. José Ramón apareció con cuatro birras y un destapador nuevo, pa’ no andar haciendo maromas con los dientes. Pancho cargó la mesa, las fichas, y el cuento viejo de que una vez vendió cochino en La Greda y le fue tan bien que casi se casa.

Nadie pidió disculpas.

Nadie sacó el tema.

Se sentaron.

Barajaron.

—¿Quién reparte, puej? —soltó Pancho con media sonrisa.

José Ramón agarró las fichas. Tadeo calzó la mesa con el mismo pedazo de catálogo. Y comenzó la partida otra vez.

Como debe ser.

Porque allá, en Barquisimeto, podés pelearte con un pana por un doble blanco, pero eso nunca es suficiente como pa’ no seguir jugando. Porque así somos los guaros: rencorosos, pero un ratico. Y yo, bueno, yo no juego dominó, pero nunca faltaba, porque a mí lo que me movía era el ritual: el calor, el bullicio, la cerveza fría bajando por la garganta y la certeza de que, pase lo que pase, el domingo a las cuatro ahí estaríamos, bajo la mata de mango, como si la vida entera dependiera de ese doble seis.

Foto: Freepik

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