Hace algunos pocos años, una turista francesa, videógrafa y vegetariana, vino al archipiélago para conocer Canarias. La conocí por casualidad en un bar de Tenerife. No era un bar cualquiera, sino mi favorito, al que voy religiosamente cada semana, el mismo día y a la misma hora. Recuerdo que me acerqué a la barra, donde ya me esperaba mi acostumbrada copa de vino. En ese lugar me conocen tan bien que, apenas me ven entrar, ya tienen mi bebida servida: fría y con un par de dedos más de lo habitual. Así es el trato que recibo allí.
Después de saludar a Tomás, el siempre atento y eficiente bartender, me dispuse a dar el primer sorbo. Ya casi reposaba la copa en mis labios cuando, de manera inesperada, tropecé con el hombro de esta mujer, que también intentaba hacerse un hueco en el abarrotado espacio mientras pedía un whisky con una sola piedra de hielo.
En el incidente, estuve a punto de derramar todo el contenido de mi copa sobre su pecho, pero un movimiento rápido y hábil de mi parte evitó lo que habría sido un momento bochornoso. En lugar de eso, el vino terminó derramándose sobre la barra. Ella, con una empatía desbordante, me sonrió amablemente y se ofreció a reponer la copa. Acepté su propuesta, agradecido por cómo la situación había dado un giro inesperadamente satisfactorio.
A partir de ese momento no hicimos otra cosa más que conversar. Prácticamente ni nos movimos del lugar. Me pareció inteligente, extrovertida y muy abierta de mente, pero, sobre todo, la encontré enormemente atractiva. Era alta, delgada y tenía unos ojos verdes que lo miraban todo con mucha atención. Tenía un cuerpo digno de una modelo de revista. Le invité otro whisky y nos hicimos fotos con su novia, quien, para mi sorpresa, llegó una hora más tarde, después de cumplir algunos compromisos sociales con amigos de la infancia, según dijo.
Luego de un par de horas muy amenas, nos despedimos y prometimos que nos veríamos pronto. Quedamos en reencontrarnos unos días después. Incluso, hablamos de hacer algún sendero juntos, pero muchas veces todo lo que se dice con unos tragos encima es mentira. Normalmente, esos planes que se generan sobre la marcha nunca terminan cumpliéndose y, por supuesto, nada de eso ocurrió.
Pasaron unos meses y no tuve noticias sobre ella, pero se me hizo imposible olvidarla. Aunque sabía que no era heterosexual y que yo no tenía ninguna oportunidad con ella, a veces quedaba pensando en lo hermosa que era físicamente. Me quedaba enganchado recordando sus labios, su mirada y lo femenina que era. Intentaba volver a oír su voz en mis recuerdos, pero con el pasar del tiempo ya se me estaba haciendo prácticamente imposible.
No le escribí nunca porque recordaba, también, que ella tenía novia. Tenía toda la intención y motivación, pero mis opciones eran tantas como las que tengo para ganar la presidencia de los Estados Unidos, habiendo nacido en Venezuela.
Tampoco quería verme como un tipo pesado, de esos que pasan por encima de lo establecido con tal de ligarse a todo lo que se les pasa por enfrente. Además, tampoco le escribía porque recién estaba comenzando una relación con X, quien por aquellos días era una inagotable fuente de satisfacción para mí y cuyos profundos deseos hacían match con los míos.
Al conocer a X, le conté lo ocurrido con aquella viajera. En realidad, no tuve nada que contarle, porque no pasó nada entre nosotros, pero le mencioné lo colgado que me quedé de aquella rubia de metro setenta y seis. Le mostré aquella foto que tenía con ella y X me miró con un particular brillo en sus ojos, como dando fe de que en realidad era hermosa. X era tan mente abierta como yo y, lejos de generarle ansiedad o enfadarse, ella disfrutaba escuchar mis historias de macho alfa cuando salía por ahí sin compañía.
Cuando creí que nunca más iba a tener noticias de la videógrafa francesa, recibí un mensaje suyo. Una noche cualquiera, fue ella quien me escribió, pidiéndome algún consejo para una segunda visita al archipiélago. Unos cuantos mensajes más tarde, me confesó que aquella primera visita había sido rápida, con prisas y acompañada. Me contó lo poco que visitó en aquel momento y me dijo que ahora vendría sola y con más tiempo, por lo que accedí a hacerle un itinerario.
Me gasté un par de horas en hacerle una guía completa de dos semanas, se la envié y ella se mostró contenta y agradecida. Confiaba plenamente en mis años de experiencia viviendo en esta isla. La verdad es que me encantó sentirme útil para esa chica. Le conté a X lo que había hecho y su mirada, esta vez, también me lo dijo todo. Ella sabía que había algo detrás. X tenía claro que yo le tenía ganas a la videógrafa pero eso no le preocupaba. Ella sabía que lo que me ocurría era estrictamente físico y que mis sentimientos hacia ella no corrían peligro.
A las semanas, la videógrafa me escribió diciéndome que ya estaba de regreso en Tenerife. Yo no tenía ninguna expectativa; es decir, le había organizado un plan detallado para que ella lo ejecutara por su cuenta, pero nunca me esperé que me invitaría a tomar algo. Desde luego, acepté. Cuando nos encontramos, reafirmé que su belleza estaba por encima del promedio. Ella me desencajaba. Lo peor era que no hacía nada más que ser ella. Solo hablaba, pero la melodía de su voz me hacía ratificar que todo lo que pasó por mi mente en meses anteriores no había sido producto de mi imaginación.
La francesa se mostraba imponente, pero al mismo tiempo lucía cansada. Sus espectaculares ojos tenían un dejo de tristeza que logré decodificar inmediatamente y aún no habíamos pedido nada para tomar. Sin preguntarle, le pedí un whisky y ella sonrió. Esa sonrisa me mató. Con mi copa de vino en la mano le dije que podíamos hacer parte del plan juntos, si no le importaba.
Pero ella, por alguna razón, prefería hacer su viaje sola. Algo la destrozaba por dentro y no quería compañía. Quizá nos vimos, o me quiso ver, para agradecerme por la ayuda en la confección del itinerario y nada más. Así, después de un par de horas muy amenas, nos despedimos y le deseé lo mejor en su estadía. Le dejé claro que podía escribirme en caso de necesitarme.
Dos días después tuve que aparecer. Esta vez sí fui yo quien escribió. El misterio que rodeaba su alicaída actitud me tenía inquieto. Soñaba con que me dijera que ya no era más homosexual. Anhelaba que me confesara que se lo había pensado mejor y que los hombres sí que le generaban placer. Tal vez jugaba con la idea de convertirme en su distracción ante un hipotético mal de amor. Especulaba.
Mi mensaje fue tan bueno, que me respondió dos días después. Al contestarme, inmediatamente le dije que me encantaría volver a verla, que no había dejado de pensar en ella y que podía hacer de su estadía en esta isla algo mucho más placentero. No pude controlarme y, aunque no fui explícito, dejé colar un par de palabras que envenenaron mis mensajes.
Me pareció que mis palabras eran lo suficientemente buenas como para que ella me diera una opción de reencontrarnos, al menos, un día de aquellos. Pero, en realidad, lo que quería decirle era lo mucho que quería besar sus labios, hacerlo con todas mis fuerzas; que quería vivir con ella una aventura adobada de placer, de aquellas que ocurren fugazmente. De esas que pasan una vez en la vida.
No mencioné nada de aquello, pero ella lo intuyó. No fui franco, pero ella interpretó exactamente lo que yo le quería decir, tanto, que no me contestó. Yo sabía que tenía que haberme leído, pero con seguridad quiso hacerme esperar mientras encontraba una respuesta poderosa para mis intenciones ocultas.
Dos horas después de mi mensaje, ella replicó. En su respuesta, me dijo que necesitaba tiempo para pensar, porque acababa de terminar su relación y volvió a la isla para reconectar consigo misma.
Lo sabía. Era evidente. Ella no estaba en condiciones de tener ningún romance con nadie porque tenía el corazón roto.
—Además, a mí me gustan las chicas —agregó justo cuando me disponía a refutar aquella objeción.
Ese latigazo me dejó en silencio.
Sentí que se me desmoronaban todas mis ilusiones.
Entonces, al quedarme sin opciones y verme hundido en la miseria, decidí mandar todo a la mierda, aferrándome al último resquicio de esperanza en busca de un milagro.
—Mi novia me ha dicho que le encantaría conocerte, le resultas tan atractiva como a mí —escribí y le adjunté una foto de X—. Quizá podríamos vernos los tres.
Han pasado tres años desde entonces, y la videógrafa francesa nunca respondió, pero lo cierto es que ya no me importa. Al principio, eso me dolió, pero con el tiempo, comprendí que lo que sentía por ella no era más que una fantasía.
Hace unos días, en mi bar de siempre, conocí a una fascinante bailarina italiana que, en un instante, se ha convertido en el epicentro de todos mis pensamientos. Esta noche, X y yo iremos al hotel donde se hospeda, con planes de compartir no solo la noche, sino también un rico desayuno al amanecer.
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