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La historia que no debía existir

No tenía intención de escribir esto. De hecho, estaba decidido a cerrar el portátil, acurrucarme en una excusa y dejar que la noche fuese un pasillo sin puertas. Pero hay pensamientos que se comportan como huéspedes maleducados: se sientan en tu sillón, ponen los pies sobre la mesa, descubren tu lado sumiso, te dan órdenes y no te queda otra cosa más que obedecer.

La primera línea no iba a ser aquella, ni tampoco esta. Iba a hablar del clima de Armenia, de Ereván mojándose a la hora en que los locales confiesan sus pecados con coñac. Iba a ser una historia inofensiva, casi doméstica. Pero apenas escribí «Armen—», alguien tocó el cristal de la pantalla por dentro.

Lo escuché.

Fue un «tac» seco, como uña impaciente.

Y entonces apareció ella.

No tengo otro modo de presentarla, porque los nombres, cuando llegan demasiado pronto, aturden. La vi parpadear en la esquina del documento asumiendo la personalidad del cursor como si pudiera hacerlo porque sí. No era exuberante ni modesta, era exacta. Un rostro que parecía recordar algo muy reciente de mí. O peor: algo muy antiguo.

—No vas a empezar con el clima —dijo, desde la frase que aún no existía—. Sabes que no.

Me quedé quieto.

Uno cree que controla sus palabras hasta que ellas se sientan a negociar. Y la mía estaba negociando desde una silla que, juro, no tenía antes en la habitación.

—¿Quién eres? —pregunté, más por protocolo que por ignorancia.

—La escena que te falta —contestó—. La parte en la que decides que el deseo también merece una sintaxis.

Me reí, incómodo. No quería escribir un relato erótico. No esta noche. El cuerpo a veces te pide tibieza, no incendio. Y sin embargo, ahí estaba yo, con las manos tibias y la cabeza encendida, contemplando a una mujer que no casualmente me miraba como se mira un recuerdo que uno no sabe si es propio o ajeno.

—No te preocupes —dijo—. No voy a desvestirme. Tú tampoco. No hace falta.

Y tenía razón.

Hay historias en las que la piel es la excusa de la mirada. Esta no la necesitaba. Bastaba con quedarnos a medio centímetro de todo. La mujer se acercó a la barra del bar que aún no había descrito. Me obligó a inventarlo: madera oscura, un camarero que apaga las luces con pasmosa tranquilidad, dos taburetes vacíos y un tercero que se comporta como si supiera demasiados secretos. Ella apoyó los codos, yo respiré. El aire olía a naranja seca y vidrio limpio. Lo sé porque quiero que así sea y porque la historia me lo impuso como quien arroja una verdad encima de una mesa.

—Vas a romper la cuarta pared —me dijo—. Y vas a hacerlo sin pedir permiso.

Así que aquí estoy, mirándote a ti. Queriendo descubrir algo de mí a través de lo que escribo. Te noto erguirte un poco, como si te acabaran de decir tu nombre por la espalda. Te prometo que seré amable. No voy a arrastrarte a ninguna cama, pero voy a dejarte cerca. Quiero que lo sientas en el cuello, no en la estadística.

—¿Y si no quieren? —pregunto, en voz baja.

—La negación también es una forma de consentir —dice ella—. Mira cómo sigue leyendo.

Hay noches que parecen un ensayo general del mundo. Esta lo es. Lo noto porque Henry aparece sin hacer ruido. Algunos sabrán que Henry es mi sombra más obstinada; otros lo descubrirán ahora mismo. Entra por la puerta del bar como si todos los domingos le pertenecieran y todos los lunes le perdonaran. Se sienta a mi lado con esa sonrisa traviesa de quien ya estuvo aquí y decidió volver a recoger lo que dejó.

—Qué haces escribiendo cuando podrías estar viviendo —pregunta Henry, arremangándose la camisa.

—Esto vive por mí —respondo.

—No —corrige—. Esto vive de ti. Es distinta la deuda.

La mujer nos mira a los dos con un gesto que oscila entre ternura y curiosidad clínica. No sé si vino por mí o si lo traje para ella. Tampoco sé si Henry es mi portavoz o mi saboteador. Lo que sé es que sus ojos se inclinan hacia mí con la precisión de un péndulo.

—No te confundas —dice la mujer—. No soy la metáfora de nadie. Soy la escena.

El camarero deja tres vasos y desaparece. No sé si los he pagado. No sé si debo usar drams o euros. Es más, no sé si importan las monedas en las historias. Henry toma el suyo con naturalidad y experiencia, esa misma que tienen quienes nunca se disculpan por desear. Yo, en cambio, sostengo el vaso con firmeza, como aquel que sostiene una pregunta que podría caer y romperse. Ella no bebe. Acerca la copa a la boca, despacio. Me recuerda a mí cuando huelo una carta antes de leerla. Sonríe. Algo en mí insulta a la prudencia.

—¿En qué momento empieza un relato erótico? —pregunto, porque a veces me gusta jugar a la academia en el minuto menos oportuno.

—Cuando quien lee siente que lo están observando —responde ella, mirándote.

Tú apartas los ojos un segundo.

No es pudor, es reflejo. Vuelves. Estás aquí. No te preocupes, no vamos a hacerte nada que no quieras. Vamos a dejarte al borde de un balcón con barandilla alta. Ya verás qué bonito se siente el vértigo cuando uno sabe que no va a caer.

El bar se pliega sobre sí mismo como un origami de sombra. Estamos más cerca. Ella apoya la palma contra mi muñeca, apenas, con la levedad de quien firma una tregua. No hay electricidad, no hay chispazos de ciencia barata. Hay un pulso que se reconoce. Ella no pregunta si puede; asume que sí. A veces el consentimiento es la calma con que dos respiraciones se ajustan sin pelear.

—¿Vas a escribir mi nombre? —pregunta.

—No —contesto—. No quiero secuestrarte con una etiqueta. Prefiero que quien está leyendo te encuentre con su propio alfabeto.

Henry ríe.

Tiene una risa que no compite, que suena a amenaza dulce.

—Vas bien —dice—. Pero no te quedes en la acera. Cruza.

Cruzar, en este contexto, no es empujar la puerta de una habitación. Es inclinar una frase hasta que muestre el costado donde nunca has tocado. La mujer acerca su silla. Me habla al oído, pero no de sexo. Me habla de una foto: dos personas sentadas en una cocina a las tres de la mañana. Una mano cerca, otra más lejos. Entre ambas, una taza. Me susurra el olor del café frío. La luz amarilla. La promesa implícita de algo que nadie nombra para que exista mejor.

Siento ese escenario. Lo escribo y se materializa con la obediencia de lo inevitable. Ahora estamos ahí. No en el bar. En la cocina sin reloj. Un azulejo astillado que siempre se esconde en la esquina de las casas donde fue feliz alguien que ya no vive. El relato cambia de muebles con una facilidad obscena.

—¿Ves? —dice ella—. No necesitamos desnudarnos. Basta con cambiar la lámpara.

Henry se apoya contra la nevera y la convierte en confidencia. Me mira con ese gesto que significa «no seas cobarde».

—Dile lo que no le has dicho a nadie —me ordena—. Y dilo sin adornos.

Podría.

Podría decir que lo que más me excita no es un cuerpo, sino el instante exacto en que dos voces bajan el volumen para escucharse de verdad. Podría confesar que prefiero las manos que dudan a las bocas que prometen. Podría ir más lejos y admitir que el placer tiene olor a libro viejo y a calle mojada, que Ereván y su piel comparten la misma cartografía torpe. Pero no lo haré. No por pudor: por puntería. Prefiero que lo adivines conmigo.

Ella, que entiende, acerca sus dedos a mi cuello. No toca. No hace falta. El aire entre su piel y la mía adquiere la consistencia del agua tibia. No es metáfora. Es un cambio de estado. Yo contengo el gesto de inclinarme. No porque no quiera, sino porque la distancia, ahora, es el lenguaje que hemos acordado.

—Escribes distinto cuando te tiemblan las ganas —dice, casi riéndose.

—Y tú respiras más pausado cuando te reconoces —respondo.

Entonces, sin aviso, la historia se asusta de sí misma. Lo noto porque la pantalla parpadea. Dos líneas recién escritas se borran solas. Henry chasquea la lengua.

—Te dije que vive de ti —murmura—. Si te apartas, muerde.

Intento guardarlo. Cierro los ojos, como si eso protegiera palabras. La historia insiste. Se cuela por debajo de la puerta como esa corriente fría que certifica que el invierno no pregunta. La mujer se queda quieta, mirándome con una seriedad que no le conocía.

—Escúchame —dice—. No soy tu fantasía. Soy el hecho. Y el hecho es que esta noche vas a escribir algo que no sabías que querías contar.

—¿Y si no lo hago?

—Ya lo estás haciendo.

Henry asiente.

Tú inclinas el cuerpo. Lo sé. Este es el punto en que un texto puede volverse chantaje o regalo. Intento que sea lo segundo.

—No voy a mostrar nada —te digo, con sinceridad—. Solo voy a acompañarte hasta el borde.

Ella apoya por fin la frente en mi hombro. La fricción es mínima, un roce de dos mundos que pactan. Huelo su cabello. No diré a qué. No por secreto, por precisión: ningún adjetivo le haría justicia a esa mezcla de limpio y noche. La cocina desaparece sin despedirse. Volvemos al bar porque el bar es más honesto con sus sombras. El camarero nos mira sin entrometerse. Tal vez sospecha que en esta clase de historias la única propina posible es la culpa.

—¿Y el nombre? —insiste ella, última vez.

—Si te nombro, desapareces —le digo—. Prefiero perderme yo.

Henry se sienta al otro lado, nos queda encuadrando como dos paréntesis. Ya no sonríe. Me toma la muñeca que ella no tocó. Es un gesto breve, sin dramatismo, pero noto la admonición: decide. No por ella. Por la historia.

—¿Qué te asusta? —pregunta.

—Que exista —respondo.

—Entonces deja que exista.

Y lo dejo.

Te lo dejo a ti, que has llegado hasta aquí con discreción caritativa. Mientras escribo esta frase, la mujer se levanta del taburete y se marcha por una puerta que no sé si estaba. No me mira. No hace falta. Henry la sigue con la mirada, pero se queda. Yo me quedo. Tú te quedas. El bar se queda. La noche también.

Sobre la barra, hay una servilleta que nadie trajo. Está en blanco. La empujo hacia el centro. No quiero escribir sobre ella. Quiero que ella escriba sobre mí. Acercas, sin darte cuenta, los ojos a la pantalla. Sí, tú. Hay un impulso que no sabes de dónde sale: leer más lento. Como si la cadencia fuese una caricia.

—Freddy —dice Henry, con voz de pasillo—. Dale una sola línea. Y márchate.

Obedezco.

Presiono las teclas que la historia requiere cuando quiere cómplices. Unas teclas, apenas unas. No es declaración ni promesa. Es el gesto que separa lo imaginado de lo posible. Y escribo: «Ya no voy a detenerme antes».

Eso es todo.

No hay besos en el papel, no hay manos debajo de la mesa, no hay desorden calculado. Hay la certeza pequeña y peligrosa de una voluntad que, por fin, termina la frase que siempre dejaba a medio aliento. Henry sonríe, ahora sí. El camarero apaga la última luz. La servilleta brilla un segundo más de lo que debería. La mujer no vuelve. O quizá se queda en la curva que hace tu boca cuando algo te gusta y no quieres admitirlo.

Voy a cerrar el portátil. Mentira. No lo haré aún. Lo dejo abierto, como se dejan a veces las ventanas para que la casa respire. Camino hasta la ventana sin levantar del todo los pies, para no despertar a las dudas. Sé que al volver, la historia seguirá aquí, no porque lo merezca, sino porque insistió. Y porque yo también.

Si has llegado hasta aquí, ya lo sabes: esta es una historia que no debía existir. Pero nos encontró. No hay crimen. Apenas un pacto secreto entre tus ojos y mi impulso. Quédate con eso. Con el escalofrío leve y correcto de una puerta que se entreabrió sin que nadie la tocara.

Porque tengo muchas ganas de hablar sobre ella. De describir a esa mujer. De todo lo que hacemos y lo que no. De cada uno de sus lunares, de sus ojos y sus rasgos heredados de un pueblo que comenzó su historia hace miles de años. De su perfección sutil, de esa voz, de ese idioma que para quienes nacimos en Occidente suena como algo traído de otro planeta. Pero no lo haré, no puedo mencionar el nombre de la mujer, porque no debería hacerlo. Henry se adelanta y me susurra, como si quisiera dejarte un epílogo prestado.

—Lo verdaderamente indecente no es lo que mostramos, Freddy. Es lo que decidimos no borrar.

Entonces dejo la pantalla en la penumbra. Las palabras, esas malcriadas, se acomodan. En Ereván llueve con discreción. Adentro, la historia respira. Ahora, tú te has robado algo más de mí por mi propia culpa. No tenía intención de escribir esto.

Pero lo he hecho.

Foto: Pexels

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