Mi mamá dice que estoy loca. Que el amor no debería doler, ni costar tanto, ni robarte años de vida como si fuera un préstamo a plazos eternos.
—¿Qué clase de futuro crees que vas a tener con él? —me repite, cada vez con más venas en el cuello y menos paciencia—. ¿Tú sabes lo que es pasar la juventud en salas de espera, con la bata esa de hospital y el pitido ese de las máquinas que suenan cuando ya no hay más que hacer?
Yo no le respondo.
A veces por cansancio, otras porque, honestamente, no quiero que mi voz suene como la de una adolescente con el corazón tatuado de purpurina. Y es que esto que siento no tiene nada de color rosa. Es más bien rojo sangre. Del oscuro. Del que no se va con agua fría.
Él se llama Luca. Aunque yo le digo mi tormenta.
Porque así llegó: con truenos, con fuerza, con esos ojos grises que miran como si fueran a romper algo, y con una sentencia médica que no da segundas temporadas.
Incurable.
Irreversible.
Implacable.
Como esas palabras que uno no quiere leer en ningún diagnóstico. Como esas historias que sabes que no van a tener final feliz, pero igual las vives con todas las páginas. No tengo claro en qué momento me enamoré. No fue un día de sol. Fue una tarde de mierda, con lluvia y con mi vida hecha un ovillo. Me senté en el banco de la parada sin esperar nada, como buena atea emocional, y él se me acercó como si fuera un viejo conocido de otras vidas. Me ofreció una servilleta. Yo no estaba llorando, pero acepté igual. Ese fue el inicio de nuestra desgracia compartida.
Y sí, lo sé. Lo supe desde el primer mes: está enfermo. Terminal. Pero también está vivo. Todavía. Mi madre dice que me estoy condenando. Que quiero cargar con una cruz que no es mía. Que ningún amor justifica ver a alguien descomponerse día tras día.
Pero no entiende una cosa.
No es que yo quiera salvarlo. No soy la típica enfermera con complejo de heroína. Yo sé que no puedo hacerle ni un puto favor al destino. Lo único que puedo hacer es no soltarle la mano. Ni cuando tiemble. Ni cuando grite. Ni cuando ya no me reconozca.
Porque hay algo que mi madre no entiende: sin él, tampoco hay futuro para mí. Ni hijos, ni casa, ni labrador en el jardín. Nada. Todo sería papel mojado sin su voz diciendo «tonta» cuando le cuento mis paranoias.
Él es mi calma, mi locura y mi último refugio.
Y si me lo quitan, me apago.
Luca, por su parte, se ríe de su enfermedad. Literalmente.
—Estoy vencido, pero no entregado —dice, citando a Benedetti, aunque jamás lo ha leído.
Y cada vez que lo hace, me entran ganas de gritarle: “No me dejes, cabrón. No todavía”. Pero me lo trago. Porque también sé que no es él quien decide. Nos hemos vuelto expertos en fingir normalidad. Salimos a caminar como si el sol no se burlara de nosotros. Hacemos listas de cosas que queremos hacer “algún día”, sabiendo que ese “algún día” tiene fecha de vencimiento. Nos besamos en el ascensor. Reímos viendo series absurdas.
Y follamos como si el mundo fuera a acabarse mañana. Porque quizás sí. ¿Y sabes qué es lo más jodido? Que hay momentos en los que lo olvido. Momentos en los que, entre su pecho y el mío, no hay enfermedad, ni estadísticas, ni muerte en pausa. Solo hay piel, sudor y amor del bueno.
Del que no se compra ni se mendiga.
Del que, aunque sea breve, te cambia la estructura del alma.
Mi madre insiste. Que soy joven. Que puedo “rehacer mi vida”. Como si la vida fuera un proyecto clásico de Word que se cierra y se abre de nuevo. Como si uno pudiera borrar los besos, las miradas, los silencios cómplices y los planes que hicimos en voz baja, para no tentar a la desgracia.
Yo no pienso irme.
Ni siquiera cuando empiecen las visitas más frecuentes al hospital. Ni cuando le fallen los riñones. Ni cuando se le caiga el cabello. Ni cuando empiece a verme con pena.
Estaré ahí.
Sentada.
Con las manos en las suyas.
Recordándole que su vida no fue un error. Que su historia conmigo no fue una condena. Que valió la pena. Que joder… yo lo amé como nadie. Y eso debería contar para algo. No sé cuánto tiempo tenemos. Un año. Seis meses. Dos semanas. Pero tampoco me importa. He vivido relaciones de diez años que no me enseñaron ni la mitad de lo que él me ha enseñado en tres.
Me ha mostrado el valor de lo efímero. La belleza de lo imperfecto. La necesidad de abrazar fuerte y preguntar menos. Y eso… eso también es futuro. Aunque tenga fecha de caducidad.
¿Sabes cómo lo llamamos a esto, entre nosotros? Un incendio. Un incendio que nadie quiere apagar. Porque aunque lo consuma todo, también lo ilumina todo.
Así que no, mamá.
No lo voy a dejar.
Y si un día no está, si su cuerpo ya no aguanta y su alma decide volar, entonces ya veré qué hacer conmigo. Quizás me apague un rato. Quizás me reinvente. Quizás lo siga amando desde algún rincón del mundo donde no duela tanto.
Pero hasta entonces, aquí estoy.
Aquí me quedo.
Con él.
Hasta el último suspiro.
Foto: Freepik