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El secreto de la eterna juventud

No recuerdo cuántas veces he estado en Madrid, pero cada una me ha dejado la sensación de estar en una ciudad que no termina nunca de acostumbrarse a sí misma. Esa noche no era la excepción. Había prometido encontrarme con unos amigos en un sitio de moda, de esos donde todo el mundo parece feliz, el DJ pone canciones que todos conocen y cantan al unísono, y los tragos cuestan lo suficiente como para recordarte que la felicidad, en Madrid, también paga impuestos.

Madrid tiene esa manía de vestirse de sábado incluso entre semana. Uno sale a la calle y parece que todo el mundo lleva prisa por llegar a una historia mejor que la suya. Yo solo quería una copa, una buena conversación y, si el universo se portaba bien, no pensar demasiado.

Me hospedaba en un hotel de los buenos, uno de esos donde las toallas huelen a capital europeo y el agua caliente llega antes que el pensamiento. Tenía planeado ir caminando —me gusta observar la ciudad antes de llegar a cualquier cita—, pero se me hizo tarde. Y la impuntualidad, aunque a veces sea una forma elegante de entrar en escena, no me apetecía esa noche.

Así que pedí un Uber.

El coche llegó antes de lo esperado. Me sorprendió la rapidez, sobre todo porque el tráfico madrileño suele ser una versión moderna del purgatorio. Me subí sin prestar demasiada atención al conductor. Hasta que la voz me sonó familiar cuando apenas contestó su teléfono. En general, los viajes en Uber me resultan como los tráileres de una película que nunca quiero ver. Diez minutos de charla amable y silencio incómodo. Pero ella tenía algo distinto, una energía tranquila, como si no manejara un coche sino su propio guion. Al finalizar su llamada, y seguramente con muchas ganas de seguir hablando, se dirigió hacia mí de manera muy cordial.

—¿De dónde eres? —me preguntó, con esa mezcla de curiosidad y certeza que solo tenemos los venezolanos cuando reconocemos a otro aunque no haya dicho una palabra.

—De Barquisimeto —le respondí casi sin mirar.

Ella soltó una risa suave.

—Ah, un guaro. Yo soy de La Guaira.

Fue entonces cuando la miré bien.

Según la aplicación, ella tenía 61 años, pero yo le habría puesto cuarenta y poco. Cincuenta, siendo generoso. Tenía el pelo corto, rizado, con mechones grises que parecían elegidos por un estilista con sentido del humor. Su piel estaba firme, sus ojos vivos y sus manos —que hablaban tanto como ella— tenían esa elegancia natural que dan los años bien vividos.

La conversación se volvió ligera. Hablamos del clima, de los precios absurdos de Madrid, del tráfico, del tiempo que llevábamos en España. Ella me contó que había llegado hacía más de dos décadas, que se casó con un español, que ya se sabía todas las rutas de la ciudad. Yo, que tenía prisa en llegar, respondía con frases cortas, más por educación que por interés, hasta que algo cambió.

No sé si fue la forma en que dijo «me gusta mi trabajo porque hablo con gente distinta cada día», o el tono coqueto que se le escapó sin querer, pero ahí empecé a prestarle verdadera atención.

—Tú no pareces tener sesenta y uno —le dije, sincero.

—¿Y tú cuántos tienes?

—Cuarenta y dos.

—No parece. Te conservas muy bien —me respondió, con una sonrisa traviesa que me dejó pensando si eso era un cumplido o una insinuación.

Ya estábamos cerca del lugar, así que quise devolverle el cumplido, o al menos entender su secreto.


—¿Y tú? ¿Cuál es tu truco? ¿Qué haces para verte así de joven?

Ahí fue cuando frenó un poquito, como si se preparara para decir algo importante. Giró la cabeza y me miró con una calma casi científica.

—Me masturbo mucho —dijo.

Yo me quedé quieto.

Literalmente quieto.

Como si alguien hubiera puesto pausa en mi cerebro.

Ella, muy tranquila, echó más leña al fuego.

—Sí, chico. Eso rejuvenece. Libera endorfinas, mejora la circulación, mantiene la piel más viva. Todo el cuerpo se siente distinto. Es medicina natural.

Mientras hablaba, se reía con una soltura que desarmaba cualquier intento de incomodidad. Y, claro, yo terminé riéndome también. No solo por la sinceridad, sino por la naturalidad con la que lo decía, como quien recomienda un yogur o una rutina de estiramientos.

En menos de un minuto me dio una clase rápida sobre la importancia del placer personal, los beneficios hormonales y la autoestima. Yo solo atinaba a asentir, fascinado por la seguridad con la que hablaba.

—Bueno, lo importante es quererse uno mismo, ¿no? —dije, intentando mantener la compostura.

—Exactamente. Nadie puede hacerte feliz si tú no sabes hacerlo primero —me respondió, y se echó a reír de nuevo.

Llegamos al sitio. Ella se detuvo frente a la entrada, puso las luces intermitentes, y me miró de nuevo.


—Así que ya sabes, guaro: ese es el secreto de la eterna juventud.

Yo, todavía sonriendo y antes de bajar, me incliné un poco hacia ella y le solté una frase que pensé sería el broche de oro para tan legendaria conversación.

—Entonces habrá que masturbarse más —solté.

Ella rió fuerte.


—Eso, chico, eso. No lo dejes para el lunes —respondió.

Ya con una mano en la puerta, me giré y rematé con otra frase, pero esta vez lo hice casi sin pensar.

—Lo único malo es que ahora, cada vez que lo haga, me voy a acordar de ti.

Su carcajada fue el mejor cierre posible. Un sonido limpio, sin pretensiones, de esos que te reconcilian con el mundo.

Cerré la puerta y caminé hacia el local. Adentro sonaba música con fuerza, en la puerta me esperaban mis amigos, y yo todavía pensaba en la conversación más inesperadamente terapéutica que había tenido en mucho tiempo.

Mientras probaba mi primer trago de gin tonic me di cuenta de que la vida a veces te da pequeñas lecciones en lugares insólitos: en un Uber, camino a un bar, con una desconocida que maneja entre semáforos y te recuerda —sin saberlo— que envejecer con gracia no tiene tanto que ver con cremas o vitaminas, sino con el tipo de sinceridad que uno se permite.

Y sí, confieso que desde entonces, cada vez que escucho a alguien decir «la juventud está en el alma», no puedo evitar sonreír y pensar que, tal vez, también está en las manos.

Foto: Freepik

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