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El agujero ya no está en el cielo

Yo crecí con miedo al fin del mundo. No por guerras nucleares ni por invasiones alienígenas, aunque las películas de la época se empeñaban en sugerir que esa sería la forma correcta de morir.

No.

Mi miedo era más sofisticado, más invisible y un poco más deprimente: me aterraba un agujero en el cielo. Un agujero real. Un agujero que no podías ver, pero que te podía freír las córneas si salías sin gorra. Un agujero flotando sobre la Antártida, donde no vive nadie, pero que, misteriosamente, amenazaba a toda la humanidad.

En los años noventa, la capa de ozono era una celebridad del apocalipsis. Los profesores hablaban de ella con solemnidad, como si estuviéramos en presencia de una tragedia mitológica. Cada documental comenzaba con una imagen del planeta azul y una voz grave diciendo que la capa de ozono, ese fino escudo protector, estaba desapareciendo. Y luego te mostraban un gráfico rojo y alarmante, como si el mundo tuviera herpes. Era la amenaza perfecta: silenciosa, impalpable, y con nombre de sustancia química que parecía sacada de una novela de ciencia ficción. CFC. Clorofluorocarbonos.

Solo pronunciarlo te daba cáncer.

Nos decían que si seguíamos usando desodorantes en aerosol, nos íbamos a quedar sin atmósfera. Que si no cambiábamos las neveras, íbamos a convertir el planeta en un horno. Y que si no dejábamos de usar ciertos sprays, nos íbamos a achicharrar vivos. En la escuela, nos hacían pintar carteles con dibujos de la Tierra sudando, rodeada de latas de desodorante asesinas. Algunos niños grandes lloraban. Yo no, porque ni siquiera tenía edad para usar esos desodorantes de barra que olían a ropa guardada y que estaban de moda, aunque conocí a algunos que sí lo hicieron.

Todo fuera por salvar el mundo.

Era un tiempo glorioso, en el fondo. Porque todos los problemas del planeta parecían tener solución. Bastaba con dejar de usar un producto. Bastaba con cambiar una costumbre. Y por primera vez en la historia, el enemigo era claro, concreto y químico. No era culpa de los políticos, ni de los mercados, ni de una conspiración internacional: era culpa de un gas. Y ese gas tenía nombre, apellido y receta de eliminación.

Años después —es decir, ahora—, la mayoría de las personas ni siquiera sabe qué fue de la capa de ozono. Los niños de hoy no han oído hablar de ella. No le temen al planeta. Su miedo viene por otro lado: facturas impagables, incendios que devoran países enteros, la soledad digital, el bullying silencioso de los likes, el terror de no cumplir las expectativas, las crisis económicas que revientan cada tres años, las pandemias que brotan como aplicaciones y una ansiedad que no viene del cielo, sino del grupo de WhatsApp del colegio. Ellos heredaron un problema más complejo, más cabrón, más irreversible. Porque la capa de ozono era, con suerte, una ecuación simple de dos dígitos. Lo de ahora es álgebra emocional con letras griegas.

Y me di cuenta hace un par de días.

Estaba haciendo zapping en la tele y me encontré con un panorama mundial tan deprimente que parecía escrito por un guionista en huelga. Mientras tanto, probaba un sorbo de mi nuevo vino blanco con una mano, y con la otra me tocaba el pecho, tratando de verificar si el dolor que sentía era ansiedad o colesterol. Y ahí lo supe: el nuevo agujero ya no está en el cielo.

Está en la gente.

Sí, así como suena.

Y empecé a recordar lo que me había ocurrido recientemente. El martes, por ejemplo. Hacía cola en la caja del supermercado y me dio un ataque de pánico. Un ataque de esos que te hacen pensar que vas a morir frente a los probióticos, y que tu epitafio será algo como: «murió por falta de un abrazo y exceso de deadlines». No hubo detonante. Ni explosión emocional. Ni gritos. Solo una especie de apagón interior, como si alguien me hubiera desconectado del sistema. Me puse frío. Empecé a sudar. Me temblaban las piernas como si estuviera en un sismo emocional de magnitud 8,5 en la escala de «tómate un Lexatin, hermano». Me senté en una caja de cartón vacía, al lado de una señora que discutía con su hija sobre qué yogur tenía más bifidus. Y me pregunté: «¿Esto es? ¿Así se siente el fin del mundo ahora? ¿Con jazz ambiental de fondo y olor a linimento chino?».

Respiré como me enseñó el chico del curso de meditación en YouTube. Me concentré en una baldosa del suelo y traté de no pensar en mi mamá diciéndome que necesitaba descansar. O que necesitaba pareja. O menos pantalla. O todas las anteriores. Pensé en mi hijo. En mis cuentas. En la polémica serie de Chespirito que estaba viendo en el renovado HBO Max. Y en lo irónico que era todo: haber sobrevivido al agujero de la capa de ozono, solo para ser tragado por el agujero negro de mi propia salud mental.

Desde entonces, el miedo ya no viene del cielo. No es solar, es hormonal. Ya no lo detectan los satélites, sino el Apple Watch cuando me dice que mi frecuencia cardíaca está «por encima de lo habitual, aunque estás sentado». Y claro, estoy sentado… pero con tres deudas, cinco tareas pendientes y una alarma que suena cada hora para recordarme que debo hidratarme. Como si el agua pudiera arreglar todo esto.

A veces pienso que crecimos tan entrenados para enfrentar amenazas globales, que nunca aprendimos a lidiar con las internas. Sabíamos cómo salvar al mundo… pero no cómo salvarnos a nosotros. Nos enseñaron a reciclar latas, pero no emociones. A proteger el medio ambiente, pero no la salud mental. Y eso ha sido el verdadero desastre ecológico de nuestra generación: vivir como si el apocalipsis fuera siempre externo, cuando en realidad ya lo llevábamos dentro.

Hoy no tengo miedo de los aerosoles, ni del sol, ni del cambio climático. No uso cremas, ni protectores solares. El sol nunca fue el enemigo. Tengo miedo de no estar bien y que nadie lo note. De vivir con la ansiedad disfrazada de productividad. De acostarme todos los días con la sensación de no haber hecho lo suficiente, ni para mí, ni para el mundo.

Pero hay algo que he empezado a hacer —y aquí viene el pequeño rayo de esperanza, como cuando anunciaron que el agujero de ozono empezaba a cerrarse—: he empezado a hablar de esto. A no esconderlo. A compartirlo. A ponerle nombre. A decirle a mis amigos que los quiero, pero que hoy no tengo ganas de salir. A apagar el móvil por la noche. A dejar de fingir que estoy bien cuando no lo estoy.

Porque si algo aprendimos en los noventa, es que incluso los agujeros más peligrosos pueden cerrarse, si se hace lo correcto.

Y este, el que llevo dentro, no será la excepción.

Foto: Freepik

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