Skip to content Skip to sidebar Skip to footer

Bendito sea el cerdo

Toda mi vida he sido un amante de la buena comida, un devoto del cerdo en todas sus formas. Si me preguntan, el cerdo es el animal más noble del planeta. Se aprovecha todo: el jamón, la panceta, la costilla, el chorizo. Si algo no tiene cerdo, para mí, no es comida. Así de simple.

Desde pequeño, la carne fue parte esencial de mi vida. Crecí en una familia en la cual cada comida giraba en torno a un buen trozo de carne. Mi abuelo tenía una carnicería y me enseñó desde niño a valorar la calidad de un buen corte. Recuerdo estar sentado en su mesa, con un gran plato de tres o cuatro chuletas frente a mí, sintiendo cómo la grasa derretida se deslizaba por mi lengua, llenándome de una satisfacción que ninguna ensalada podría igualar.

Para mí, la carne no es solo alimento, es un símbolo de fuerza, de vitalidad. Siempre creí que la energía que sentía después de una buena comida venía de la proteína animal. ¿Cómo alguien podía sentirse fuerte y lleno de vida comiendo solo hojas y semillas? Me parecía un sinsentido. Y así viví, con la convicción absoluta de que mi cuerpo estaba diseñado para procesar carne y convertirla en puro vigor.

Cuando tenía diez años, mi madre intentó ponerme en una dieta «más equilibrada». Tres días sin carne y terminé desmayado en la escuela. No sé si fue psicológico, pero desde ese día supe que la carne era mi salvación. No es solo la carne, es la experiencia. No hay nada como el olor del tocino chisporroteando en la sartén por la mañana. Nada como un pernil bien sazonado en Navidad, con la piel crujiente y dorada o unas manitas de cerdo marinadas, al mejor estilo chino. En cada ocasión importante de mi vida, el cerdo estuvo presente. Graduaciones, cumpleaños, incluso en el velorio de mi abuelo, servimos una pierna de cerdo en su honor, porque él siempre decía que cuando se muriera podíamos llorar lo que quisiéramos, pero que nunca faltase el jamón.

Y todo iba bien en mi vida hasta que conocí a Sofía. Sofía es brillante, divertida, apasionada… y vegana. Sí, una de esas personas que te miran con tristeza cuando disfrutas una hamburguesa y te dicen cosas como: «¿Sabías que los cerdos tienen la inteligencia de un niño de tres años?» Como si eso fuera un argumento válido para no comérselos. Yo también fui un niño de tres años y nadie me impidió devorar costillitas a esa edad.

La cosa es que Sofía y yo empezamos a salir y, como suele pasar cuando uno está enamorado, cometí errores. Uno de ellos fue aceptar su reto: un mes sin carne.

—No es tan difícil —me dijo con una sonrisa—. Verás que hay un mundo nuevo por descubrir.

Lo único que descubrí fue un universo de sufrimiento. Comer fuera se convirtió en una odisea. Descubrí que la gente realmente cree que un tazón de quinoa con garbanzos puede reemplazar un buen plato de cochino frito. Descubrí que el tofu es un engaño cruel. Y lo peor de todo: descubrí que mi cuerpo pedía cerdo como un náufrago pide agua.

Los primeros días fueron los peores. Sentía que mis músculos se encogían, que mi cerebro funcionaba más lento. Sofía intentaba animarme con platos que, según ella, «sabían igual» que la carne. Hamburguesas de lentejas, embutidos de soja, filetes de seitán. A cada bocado, mi alma lloraba. Empecé a tener sueños en los que nadaba en un mar de chicharrones. Me despertaba sudando, con un hambre feroz.

En la tercera semana de mi calvario, Sofía me llevó a una granja de rescate animal, porque ella quería que yo conociera a «alguien». Lo que no me esperaba era encontrarme con Benedicto. Un cerdo enorme, rozando lo obsceno, con un pelaje rosado y unos ojillos diminutos que me miraban con una intensidad casi humana. Era el cerdo más grande que había visto en mi vida y, lo admito, por un momento pensé en él en forma de chuletas.

—Benedicto es especial —dijo Sofía con ternura—. Fue rescatado hace años de un matadero. Es muy inteligente. Le gusta que le rasquen la panza.

Nunca pensé que llegaría a este punto en mi vida: mirando fijamente a un cerdo, mientras él me miraba de vuelta, con una expresión que bien podía ser juicio o resignación. Y en ese momento sentí algo extraño, un escalofrío, como si ese bicho supiera algo que yo no.

Todo explotó una semana después. Había logrado sobrevivir a veintisiete días sin carne, pero mi alma estaba rota. Y entonces lo vi: un restaurante nuevo, con un cartel que anunciaba «costillas a la barbacoa». Mi voluntad se hizo pedazos. Entré, me senté, pedí el plato más jugoso del menú y esperé, salivando como un perro.

Justo cuando el mesero llegó con mi glorioso plato de carne, sonó mi teléfono.

Era Sofía.

—Pablo, tengo que decirte algo importante —dijo emocionada.

—¿No puede esperar cinco minutos? —pregunté, mirando mi festín.

—Es sobre Benedicto. Acabo de recordar algo que te va a impactar… —respondió.

Suspiré.

—Sofía, cariño, estoy a punto de… —intenté hablar, pero ella no me lo permitió.

—Tú adoptaste a Benedicto —dijo tajante.

El tenedor se me cayó de la mano.

¿Qué? ¿Que yo adopté a quién? Estaba absorto, evidentemente.

—Hace años, en tu oficina hicieron una campaña benéfica. Todos adoptaban simbólicamente un animal en peligro. Tú elegiste un cerdo y lo llamaste Benedicto —detallaba ante mi incredulidad.

Sofía había hecho la conexión cuando revisó los documentos de Benedicto.

—Benedicto es tu cerdo —insistió.

Miré las costillas humeantes.

Miré la foto de Sofía en la pantalla del móvil.

Miré mi reflejo en la ventana y, finalmente, miré a la nada, sintiendo cómo mi alma se retorcía.

Y ahí estaba yo, en la encrucijada de mi vida, con un cuchillo en la mano y un cerdo en mi conciencia.

Pero unos segundos más tarde, colgué la llamada. Luego, bloqueé a Sofía y me di el festín de mi vida. Después de veintisiete días sin un bocado de carne, bendito sea el cerdo.

Y Benedicto, bueno, seguramente podrá ser adoptado por Sofía.

Foto: Freepik

5/5 - (4 votos)

Dejar un comentario

ESCRIBO PORQUE ME GUSTA Y PORQUE PUEDO

FREDDY BLAAN © 2025. Todos los derechos reservados.

Este sitio web es desarrollado por: