Cinco años hablando por videollamada. Eso suena a una relación de rehenes, pero no lo era. Ni amorosa ni amistosa del todo. Era algo más raro, como esas conversaciones que empiezan con un «hola» retraído y terminan con un «¿y si nos fuéramos juntos a Japón?», sin haber olido jamás el aliento del otro.
La conocí en un club de viajes virtual, de esos que prometen escapadas y entregan newsletters. Ella vivía en Lisboa. Yo, en Madrid. Y como los dos teníamos la fantasía frustrada de viajar a Japón, nos pusimos a soñar juntos. Así comenzaron las llamadas. Primero tímidas. Luego con vino. Después con vino y confesiones. Y, como suele pasar, una noche hubo demasiado vino y la conversación se desvió de Kyoto a Kamasutra sin escalas.
—Hace cinco años que no follo —me dijo, mirándome desde su pantalla con una copa en la mano y una mezcla entre pudor y desafío en los ojos.
Yo le creí.
Tenía esa mirada de mujer que ha tenido orgasmos con sus propios dedos, pero que ya no se acuerda bien qué era tener uno en compañía. Por mi parte, le conté que mi ex y yo habíamos experimentado con el mundo swinger durante más de dos años. Se lo dije así, sin filtros ni aditivos. Ella se rió, pero no con burla, sino con intriga. Esa noche hablamos cinco horas. Nos dormimos a las tres de la mañana, cada uno con su copa a medio terminar y la libido en stand-by.
Pasaron semanas.
Volvimos a hablar.
Y entre «¿cómo estás?» y «mira este meme», soltamos la frase inevitable.
—¿Y si esta conversación la tuviéramos en persona?
Ella aceptó.
No fue difícil.
Lisboa y Madrid están a un suspiro de Ryanair. Así que la invité. Tenía espacio en mi piso, tiempo libre, y muchas ganas de ver qué era lo que había detrás de esas pantallas pixeladas.
Llegó un jueves por la tarde. La esperé en un bar muy cerca de Plaza Mayor. Tenía el pelo más claro de lo que recordaba y el cuerpo más real de lo que imaginaba. Nos abrazamos con ese nervio de los que han hablado de todo, menos de cómo se toca un brazo.
En los días siguientes, hicimos lo típico y lo no tan típico: Museo del Prado, cañas en Lavapiés, paseos por el Retiro, cena en Malasaña, churros en San Ginés a deshoras. Ella tenía la mirada curiosa de una turista con pasaporte en blanco y la risa fácil de quien todavía se asombra.
Y entonces, el cuarto día, mientras tomábamos un vino en casa, volvió el tema. El mundo swinger. Sin avisar. Como si lo hubiera estado macerando en silencio.
—¿Tú crees que podríamos ir a uno de esos clubes? —me dijo con tono casual, pero con las pupilas dilatadas de pura adrenalina.
La miré como si me hubiera pedido entrar a una cueva de dragones. Me sorprendió, claro. Con ella nunca había pasado nada. Cero besos, cero toqueteos, cero tensión explícita. Éramos «los que se cuentan cosas». Pero su curiosidad era real. Le mataba la intriga. Y a mí me mataba el morbo de verla ahí, en ese contexto.
Así que acepté.
La llevé a uno de los clubes que había frecuentado con X, mi ex. Un sitio discreto, elegante, con más cuero que látex y más gemidos que música. Apenas entramos, el portero me saludó por mi nombre. El dueño también. Ella me miró como quien descubre que su amigo el panadero es en realidad un ninja.
Nos sentamos en la zona del bar. Tomamos una mesa al fondo. Dos tragos. Ella nerviosa, callada, mirando todo sin mirar nada.
—Nos tomamos uno más y nos vamos —me dijo.
Pero justo cuando iba por la mitad de mi segundo whisky en las rocas, el dueño se acercó.
—Hace tiempo que no venías, ¿quieres ver cómo ha quedado la remodelación?
Ella me miró.
Yo le pregunté con los ojos.
Ella asintió.
Hicimos el tour.
Pasillos oscuros, habitaciones con espejos, una «dark room» que parecía sacada de una película alemana para mayores de 35, un cuarto de exhibicionismo con columpios de cuero y ventanas unidireccionales. Vimos una pareja teniendo sexo en una cama rodeada de tres o cuatro chicos. Otra en la barra del rincón rojo. Un trío en un sofá. Ella lo miraba todo con una mezcla de repulsión, excitación y risa nerviosa.
Volvimos a la mesa.
No habían pasado ni dos minutos cuando un hombre se nos acercó. Alto, fornido, calvo. Sonrisa de tiburón. Nos habló en inglés.
—Do you share your woman?
Lo dijo mirándome. Claramente asumió que ella era «mía». Le respondí con una sonrisa pícara.
—Yes, but not tonight.
Ella no sabía dónde meterse. Se puso color tomate. Rió por nervios. Me apretó el brazo. A los diez minutos, me pidió que nos fuéramos.
De vuelta a casa andando, las risas fueron terapéuticas. Ella me contó lo que sintió, lo que pensó, lo mucho que sudó sin moverse. Dijo que nunca había vivido nada parecido. Que era una aventura desbloqueada, como si la vida fuera un videojuego y acabara de ganar una medalla en un nivel prohibido.
Ya en casa, pidió un último trago. Solo uno más. Estábamos en el sofá. Silencio. La copa a medio vaciar. Un chiste tonto. Una mirada larga. Y el universo se detuvo.
Me le lancé encima.
No hubo resistencia. Más bien todo lo contrario. Eran cinco años de acumulación emocional, psicológica, sexual. El roce de sus labios tenía sabor a «por fin». Se dejó hacer. Me dejó hacerle. Tenía una mezcla de timidez y deseo crudo que encendía más que cualquier lencería.
Tuvimos sexo. Lento. Profundo. Torpe al principio, como si estuviéramos aprendiendo un idioma olvidado. Luego más fluido. Ella estaba caliente, más de lo que jamás habría imaginado. Lo del club la había activado por dentro.
Durmió en mi cama. O fingimos dormir.
Esta mañana, me despertó con la misma mirada de anoche, pero con más decisión. Se acercó, me besó y me dijo al oído una frase que me movió todo.
—Hoy quiero volver… pero esta vez quiero atreverme a más.
No supe qué contestar. Solo asentí. Me dejé llevar.
Y mientras escribo esto, ella está en la ducha. Dice que quiere prepararse bien. No sé qué significa eso exactamente, pero en su voz hay un tono de promesa.
No sé en qué terminará esto. No sé si mañana querrá olvidarlo todo o si me pedirá que la acompañe a un club en Lisboa. No sé si esto fue una locura única o el primer episodio de una serie impredecible. Solo sé que anoche desbloqueamos una aventura. Por lo pronto, ya no duerme en la habitación de invitados. Y eso, la verdad, desbloquea muchas más cosas.
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