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Así me enamoré de Málaga

El avión aterrizó con precisión quirúrgica a las 12:05, hora local, en el Aeropuerto Internacional de Málaga. En menos de 24 horas, estaría protagonizando una reunión de trabajo que, francamente, me importaba poco. Era un viaje que en realidad no quería hacer, pero la empresa para la que era esclavo necesitaba que estuviese ahí. Ellos se encargaban de todo; desde el vuelo, hasta el hotel y los viáticos, por supuesto.

Me alojaron en un lugar con nombre pretencioso: Soho Boutique Bahía. Estaba en pleno centro de la ciudad, a unos pocos minutos de la Alcazaba. El lugar sonaba más elegante de lo que en realidad era, pero no me quejaba. La habitación tenía un aire acogedor, con detalles de lujo que intentaban hacerme sentir importante, al menos por un par de días.

Tenía todo el día libre, así que hice lo más sensato, descansar. Me dejé caer en la cama y me quedé frito en cuestión de segundos. Cuando desperté, el sol ya comenzaba a ocultarse, proyectando una luz anaranjada sobre los edificios.

Miré el reloj.

Ya eran las 18:50 y aún había tiempo para explorar un poco los alrededores. Además, el estómago me recordó que no había comido desde que abordé el vuelo, así que me espabilé y me fui a dar una vuelta.

Decidí que era hora de perderme en las calles de Málaga. Tras caminar sin rumbo durante un buen rato, me topé con un bar local, uno de esos que parecen sacados de una postal española: taburetes de madera, una barra que ha visto más historias de las que cualquiera podría contar, y una atmósfera que olía a cerveza y jamón.

Entré, me senté y pedí una jarra.

El ambiente nocturno de Málaga era agradable, con una brisa suave y el ruido que generaba la multitud no me incomodaba. De hecho, el ambiente hacía que cualquier preocupación se desvaneciera… al menos hasta mi cita del día siguiente con mi cliente.

Mientras terminaba mi cerveza, preparándome para pagar y seguir mi camino, una figura se deslizó hacia el taburete de mi lado derecho. La noté antes de verla por completo.

Un cuerpo femenino.

Unos tacones haciendo eco en el suelo.

Unas piernas que parecían no tener fin y un aire de elegancia que hacía aún más imponente aquella presencia.

Cuando finalmente me giré, allí estaba: rubia, con una minifalda que luchaba por mantener la dignidad, un top que sugería más de lo que mostraba y una chaqueta de cuero negra que le daba un toque rebelde. Alzó la mirada y me topé con unos ojos enormes, el tipo de ojos que te hacen olvidar hasta tu propio nombre.

—¿Me invitas? —preguntó con una voz suave, pero cargada de intención.

—Claro —respondí, tratando de mantener la compostura—. ¿Qué te gustaría?

—Gin tonic.

Le hice un ademán rápido al bartender, pidiéndole con la mirada que se acercara. Le solicité el trago para la señorita y, mientras él lo preparaba, rompí el hielo.

—Soy Henry.

—Cayetana —respondió, con un marcado acento gallego que le añadía un toque aún más intrigante.

—¿Gallega en Málaga? Vaya contraste. ¿De qué parte?

—A Coruña —dijo mientras cruzaba las piernas con un movimiento que parecía ensayado—. Estoy aquí por trabajo.

—¿Y a qué te dedicas?

—Prostituta.

El golpe fue directo y sin anestesia. Pude sentir cómo el aire en mis pulmones hacía una pausa incómoda. Cualquier respuesta ingeniosa que hubiera estado preparando se evaporó. Tenía que pensar algo rápido, para intentar que la naciente conversación mantuviera su curso natural.

—Ah… interesante —murmuré, intentando no sonar demasiado torpe—. ¿Y cuánto cuesta una charla como esta?

Ella sonrió con la paciencia de quien sabe exactamente cómo se juega el juego.

—Depende de lo que quieras, cariño.

Mis pensamientos se detuvieron por un segundo. ¿Realmente estaba a punto de seguir esta conversación hasta el final? Era el tipo de situación de la que solo escuchas anécdotas. Una parte de mí, la más prudente, me gritaba que me levantara y me fuera. La otra… bueno, la otra estaba demasiado entretenida para escuchar advertencias. ¿Qué podría perder? Ya estaba aquí. Saltar al vacío, ¿por qué no?

—¿Y qué ofrece el menú? —solté, dejando que una sonrisa cómplice se me escapara.

Cayetana inclinó la cabeza, observándome con esos ojos que parecían leer más allá de las palabras.

—120 por una hora. 300 toda la noche. Tú decides.

—¿Y qué incluye el paquete completo?

Sonrió de nuevo.

Esta vez de una manera que me hizo sentir como si fuera yo quien estuviera siendo evaluado.

—Todo lo que puedas imaginar… y un poco más.

Una hora después, estábamos entrando en mi habitación del hotel. Su andar era hipnótico, y cada paso suyo hacía que la minifalda se moviera lo justo para dejar algo a la imaginación. Cuando cerré la puerta detrás de nosotros, ella se dio la vuelta, observando la habitación con una sonrisa.

—Bonito lugar, cariño. Voy a darme una ducha. Relájate, no tardaré.

Me dejé caer en la cama, convencido de que la noche recién comenzaba. Pero mis ojos, traicioneros, tenían otros planes. Le obedecí a Cayetana, me relajé tanto, que me quedé dormido en apenas minutos.

No suelo ser dormilón. Que yo recuerde, nunca antes me quedé dormido dos veces el mismo día, sin que ese fuese el plan. De hecho, odio dormir. Pienso que es una pérdida de tiempo, pero haber dormido poco la noche anterior y tener que estar en el aeropuerto a primera hora, me estaban pasando factura.

No sabría decir cuánto tiempo pasó, pero me desperté con una sensación extraña. No podía mover las manos ni las piernas. Al abrir los ojos, me encontré atado a la cama, completamente desnudo. La incertidumbre hizo que mi corazón empezara a bombear sangre a mucha más velocidad.

Mientras tanto, allí estaba ella, sentada a mi lado, también desnuda, salvo por unas medias blancas y unos tacones que parecían de otro mundo. Su sonrisa era de pura satisfacción.

—Cariño, mereces un castigo por dejarte dormir, ¿no crees? —dijo con un tono maquiavélico.

Antes de que pudiera responder, sentí sus manos recorrerme y sus labios hacer maravillas. No podía moverme, ni siquiera hablar bien debido al mordedor que había colocado en mi boca. Pero en ese momento, me di cuenta de algo: ella no era solo una prostituta, era una experta en el arte de la provocación.

Cada movimiento era calculado, cada gesto estaba diseñado para mantenerme en un estado de anticipación constante. Ella no se apresuraba, y eso solo hacía que todo se sintiera aún más intenso. Mis pensamientos se mezclaban entre el placer y la sorpresa. Quería hablar, pero todo lo que salía de mi boca eran sonidos ininteligibles, mientras su cuerpo se movía sobre el mío con una fluidez que solo alguien como ella podría tener.

Finalmente, cuando el juego llegó al clímax, me liberó del mordedor y se inclinó hacia mí.

—¿Disfrutaste de tu castigo, cariño?

No pude hacer más que asentir. Ella se levantó, sacó mi billetera del pantalón, sacó el dinero y, con la misma elegancia con la que había llegado, comenzó a vestirse.

—Cayetana, ¿me desatarás? —pregunté, aún tratando de procesar lo que acababa de suceder.

Ella sonrió mientras se enfundaba la chaqueta.

—Vuelve a relajarte, cariño, que seguro que alguien del servicio de habitaciones te encuentra por la mañana —dijo, para luego lanzarme un beso antes de abandonar la habitación.

Y así fue como me enamoré de Málaga. O de Galicia. Ya no sé.

Foto: Freepik

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