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La noche en la que me visitó Saraid

Era la noche de San Valentín. Me encontraba en la cocina, comiendo una insípida marquesa de chocolate que finalmente me terminé siete minutos después. Poco dulce como, es la verdad, casi nunca lo hago, pero en aquel momento era lo que me apetecía, quizás por nostalgia o tal vez porque me aferraba a la idea de que algo dulce podía compensar mis amarguras del pasado.

El amor nunca ha sido mi fuerte. Si tuviera que describir mi vida amorosa, diría que es como esa marquesa de chocolate: llena de expectativas, pero al final, insípida. He pasado por más rupturas que celebraciones, y ahí estaba, un año más, solo y reflexionando sobre mis decisiones. Mientras la casa se llenaba del aroma del entrecot que estaba haciendo hasta alcanzar el término medio, me asomaba por la ventana y veía a las familias preparando todo para el San Valentín. Todos emocionados, incluso los niños, y yo, solo, pensando en cómo había llegado a este punto. Mis amigos estaban con sus parejas, mis ex probablemente felices, y yo estaba ahí, con una botella de vino que me acompañaba mejor que cualquier cita de las aplicaciones que había probado en los últimos meses.

Miré el reloj, eran casi las diez de la noche.

El entrecot estaba listo, así que decidí llevármelo al sofá a con mi copa de vino. Me reía un poco, pensando en lo ridículo que sería si, al pegarle el primer mordisco a aquel trozo de carne, apareciera por arte de magia la solución a mi nostalgia. Pero, por supuesto, eso solo pasa en las películas. Esas películas que son pura fantasía. Aquí eso no ocurría. Me daba cuenta que el jugoso sabor de aquel entrecot cargado de proteína y exquisita grasa animal, sin éxito, intentaba cubrir las grietas de mi vida.

Pero, mientras cortaba el segundo bocado, escuché un golpe suave en la puerta. Miré el reloj de nuevo, habían pasado once minutos. ¿Quién podría ser a esa hora? Me levanté con curiosidad y un poco de desconfianza. Abrí la puerta y, para mi sorpresa, era Saraid, mi vecina del piso de arriba. Traía en las manos un pequeño paquete envuelto en papel dorado.

—Pensé que estarías solo esta noche —dijo con una sonrisa tímida—. Es solo un detalle. Feliz San Valentín.

Me quedé mirándola, sorprendido.

No sabía qué decir. Saraid siempre ha sido amable, pero nunca imaginé que pensara en mí más allá de los saludos en el pasillo.

—¿Quieres pasar? —pregunté finalmente señalando hacia el sofá—. ¿Te apetece una copa de vino?

Ella asintió, y entramos juntos. Mientras servía su copa, el silencio era cómodo, pero siento la necesidad de romperlo.

—¿Te gustan las tradiciones? —pregunto mientras le entrego su bebida.
Saraid sonríe y asiente.

—Sí, aunque este año no tuve con quien celebrar. Pero me gusta mantener las costumbres, sobre todo cuando estoy lejos de casa —explicaba, mirando al vacío, como si esas palabras escondieran algo más.

—¿Lejos? ¿De dónde eres? —pregunto con interés, notando que su tono cambia sutilmente.

—De Venezuela. Me mudé aquí hace algunos años y aunque me siento una madrileña más, estas fechas nunca son fáciles —dice, mirando el vino como si pudiera leer algo en la copa.

La entendía perfectamente.

Yo también había pasado por muchos momentos solo en esta ciudad y se lo dije. Le contaba, además, que era difícil encontrar a alguien con quien conectar, mientras Saraid me miraba y asentía nuevamente.

—Sí lo es, pero a veces, las conexiones surgen de lugares más inesperados —respondió con una pequeña sonrisa, como si esa frase fuera algo que se había dicho a sí misma muchas veces.

Nos quedamos en silencio por un momento. Yo no entendía cómo era posible que ella estuviese ahí, conmigo. Intentaba repasar en mi memoria y no encontraba ningún momento en el cual Saraid y yo tuviéramos una charla de más de un minuto y medio, aunque alguna vez, recuerdo, me dijo que tenía la costumbre de hacer pequeños regalos a la gente que tenía a su alrededor. Igual, no lo entendía por completo. Coincidíamos muy seguido en la entrada del edificio, en las escaleras, en el ascensor, pero nada más. Era, prácticamente, un hola y un adiós.

Pero ella estaba ahí, a escasos centímetros de mí. Su compañía era cálida y reconfortante, algo que no había experimentado en mucho tiempo. Mi entrecot se enfrió y no me lo terminé, solo había tiempo para degustar el vino y disfrutar de la inesperada compañía de Saraid.

Entonces, decidí aprovechar el momento para conocerla mejor.

—Cuéntame más sobre ti, Saraid. ¿Qué te trajo aquí? —pregunté con genuino interés, casi como si, en ese instante, me diera cuenta de que había muchas cosas que desconocía de ella.

Ella se encoge de hombros y sonríe.

—Trabajo en una editorial. Hace tiempo me ofrecieron una buena oportunidad y no pude decir que no. Aunque a veces me pregunto si tomé la decisión correcta —contrastó, bajando la mirada.

—¿Por qué lo dices? —pregunto, intrigado.

—Porque dejé muchas cosas atrás. Amigos, familia… Y a veces me siento sola —admitió, mirando fijamente la copa, como si buscara respuestas en el reflejo del vino.

—Bueno, ahora tienes un amigo aquí —digo con una sonrisa, tratando de aliviar el ambiente.

Saraid me mira y sonríe también.

—Gracias. Eso significa mucho.

Seguimos conversando, compartiendo historias y risas. La noche se vuelve más cálida con cada palabra intercambiada. Me doy cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, siento alegría en la noche de San Valentín.

Al llegar la medianoche, Saraid se levanta y me hace una petición.

—Abre el regalo, Luis. Es un pequeño detalle para ti —insiste.

Desenvolví el paquete con cuidado y encuentro un libro. En la portada, una ilustración de una estrella fugaz y el título: Cómo encontrar la felicidad en lugares inesperados.

—Lo vi en la tienda y me hizo pensar en ti. Espero que te guste —añade, mirando el libro con una expresión que me hace pensar que también me está entregando algo más.

La miro, conmovido.

Le hice saber mi agradecimiento, pero seguía sin entender cómo era posible que una perfecta desconocida estaba en mi apartamento en una noche como aquella y, además, con un regalo que meses después, tras leerlo, me hizo cambiar completamente mis objetivos de vida.

Al año siguiente, Saraid estaba en el mismo lugar, con la misma copa de vino en mano, cenando conmigo y celebrando nuestro primer aniversario juntos. Al final, no había fracasado en el amor, simplemente el amor no había llegado a mi vida sino hasta la noche en la que me visitó Saraid.

Foto: Freepik

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