Nací un domingo, 9 de enero de 1983, en Barquisimeto, Venezuela. Un parto distócico, según el registro clínico. A mí me gusta pensar que fue mi primera decisión rebelde: no llegar fácil. Desde entonces, lo mío ha sido eso, complicar lo simple y convertir cada tropiezo en una anécdota que merezca ser contada.
Pasé mis primeros 32 años en Venezuela. Crecí en una familia grande —cinco hermanas, dos hermanos—, una especie de entrenamiento intensivo en diplomacia, paciencia y supervivencia alimenticia. Aprendí a hablar antes que a pedir permiso y a observar antes de intervenir, porque en las familias numerosas gana quien entiende el caos, no quien lo evita.
Mi relación con los medios empezó pronto. A los 16 años ya hacía radio, cuando la radio todavía tenía alma y los oyentes llamaban con voz y no con emojis. Después pasé por televisión como comentarista deportivo, esa etapa en la que uno aprende a hablar con seguridad incluso cuando no tiene ni idea de lo que está diciendo.
En 1999, cuando Internet era apenas una promesa ruidosa, fundé, junto a Jaike Romero, naguara.com, uno de los primeros portales web de mi ciudad. Ocho años después lo vendí, y aunque no me jubilé con eso, al menos confirmé que también sé cerrar ciclos.
Entre 2004 y 2005 conduje Pura Labia en 102.3 FM, un programa de radio que tuvo buena audiencia y nulo presupuesto, como casi todo lo bueno que se hace por pasión. Era un espacio libre, caótico, divertido, y en cierto modo, la antesala de mi forma de escribir: sin guion, con humor y mucha autocrítica.
También fui profesor universitario —sí, alguien confió en mí para enseñar— en la Universidad Fermín Toro y la Universidad Yacambú, donde dicté periodismo digital. En la Universidad Bolivariana de Venezuela hablé sobre medios alternativos, lo cual es una manera elegante de decir que enseñaba a improvisar con poco.
Entre tanto, tuve más vidas laborales que un gato: office boy, camarero, repartidor de libros, fotógrafo, figurante en series, diseñador web, responsable de contenidos, consultor de marketing y, finalmente, escritor a tiempo completo. Cada oficio me dejó algo: un acento, una historia, una mirada. Y un recordatorio de que uno puede cambiar de profesión, pero nunca de esencia.
Empecé a escribir siendo adolescente. A los 14 años le redacté 150 cartas a mi primera novia en apenas año y medio. Eran tiempos sin Internet, sin corrector, sin filtros. Solo papel, tinta y una convicción adolescente: que el amor debía narrarse. Nunca supe qué escribí en esas cartas, pero sospecho que en esas páginas estaba el origen de todo esto: mi necesidad de contar, de entender y de transformar lo vivido en palabras.
Con el tiempo, la escritura dejó de ser un pasatiempo y se convirtió en mi forma más seria de no volverme loco. Escribo con ironía porque el drama sin humor me da alergia. Escribo sobre amor, desamor, migración, contradicciones y la tragicomedia que es crecer, madurar y no perder la chispa.
Mis relatos no son autobiográficos —o eso quiero que creas—, pero todos tienen algo de mí. En cada uno hay un eco de mis ciudades, de mis relaciones, de mis viajes, de los bares donde he escrito notas en servilletas y de los aeropuertos donde he descubierto que la nostalgia tiene horario de vuelo.
He creado un pequeño universo literario donde mis personajes —Jacinto, Henry, Saraid, Lolita, X, Max, Juanpe, Luis y otros más— viven, tropiezan y se contradicen como la gente real. A veces los mato, a veces los dejo ir, pero siempre los entiendo. Son mis maneras de explorarme sin que parezca terapia.
Desde 2015 vivo en Tenerife, Islas Canarias, donde confirmé que el clima perfecto no cura la melancolía, pero ayuda bastante. Aquí fundé MARKETHERS, mi agencia de marketing de contenidos, con la que ayudo a empresas a hacerse visibles en Google mientras yo me hago visible escribiendo. Mi vida ahora es una mezcla deliciosa de estrategia digital y literatura emocional: de día hablo de SEO, de noche escribo sobre la vida.
Mis textos se mueven entre la ironía y la emoción. Algunos nacen del humor, otros del dolor, pero todos tienen ese tono de quien aprendió a reírse de lo que no puede controlar. Es mi manera de hacer las paces con el mundo: contarlo antes de que me devore.
Hoy escribo relatos que hablan de gente común, de vínculos improbables, de amores que no caben en los planes, de migrantes, de amigos, de padres y de versiones pasadas de uno mismo. A veces lo hago con un toque metanarrativo, otras con una mezcla de humor elegante, introspección y sinceridad sin anestesia.
Si has llegado hasta esta línea, probablemente te interesan las historias que huelen a verdad, aunque estén disfrazadas de sarcasmo. Si te gusta reírte mientras piensas o pensar mientras te ríes, estás en el lugar correcto.
En definitiva, escribo para entender, para recordar y, sobre todo, para no olvidar que lo único que nunca he dejado de hacer —a pesar de todo— es vivir con ironía, pero en serio.
